VICTIMAS Y VERDUGOS por Antonio Elorza EL PAIS
Víctimas y verdugos
La condena retrospectiva de los verdugos, siquiera simbólica, constituye un acto inexcusable de justicia
Antonio Elorza (El País, 24-01-2009)
ANTONIO ELORZA 24/01/2009
En sus últimas intervenciones, amén de valorar negativamente la iniciativa del juez Garzón, Santiago Carrillo viene insistiendo en dos ideas. Una, el derecho de los descendientes de las víctimas de la guerra a dar sepultura a los asesinados que acabaron en fosas comunes. Lógico. Otra, que no debe insistirse en la búsqueda de la identidad de los verdugos, porque ese estigma recaería sobre sus descendientes, que ninguna culpa tienen de contar con un asesino como antepasado.
Semejante idea sería sostenible de no existir los descendientes de las víctimas, a quienes tal vez no les consuele ver cómo el ejecutor de su abuelo, caso de bastantes generales franquistas, sigue siendo recordado en calidad de patriota insigne. Y de no existir una sociedad a la cual se le debe el respeto de contarle la verdad. Sin advertirlo, Carrillo se desliza así hacia el campo de los verdugos, pues según su planteamiento al de las víctimas sólo les toca una sepultura digna y respetar el olvido impuesto nada menos que para no herir a los herederos de este o aquel criminal político. Seguramente no tiene en cuenta los ejemplos, cada vez más frecuentes, de hijos o nietos de nazis preocupados, no por esconder los actos de barbarie de sus antepasados, sino por encontrar a los supervivientes de un lager y compartir su dolor. Puede hablarse de un deber moral para los sucesores del criminal político si se sienten llamados a la acción: superar el vínculo de la sangre y optar por la justicia. Es lo que mostraba el filme de Costa-Gavras, La caja de música, cuya visión sería útil para Carrillo antes de seguir opinando sobre el tema.
En un inteligente artículo aquí publicado hace semanas, José María Ridao consideraba incompatible la creencia en la consolidación de la democracia en España, lo cual permitiría afrontar sin reservas el tema de la memoria histórica, con la estimación de que sin atender a la misma, la democracia no estará completa. "O una cosa o la otra", nos dice. Tropezamos de este modo con un falso dilema, ya que el hecho de que la democracia se encuentre consolidada, no significa que hayan sido resueltas cuestiones básicas, por ejemplo la financiación y la articulación de las comunidades autónomas, sin lo cual evidentemente el régimen democrático dista de estar "completo". Sólo que las instituciones no peligran porque tales obstáculos sean reconocidos. Otro tanto sucede con la memoria histórica relativa a la guerra civil y al franquismo. Hubo forzosas cortinas de humo para hacer posible una transición en que instituciones franquistas como el ejército seguían monopolizando la fuerza. Pero ahora, ¿qué sentido tiene erigir una muralla de impunidad retrospectiva? Bien está tratar conforme a derecho a figuras tan relevantes como Hitler, Mussolini o Franco, y a sus seguidores y ejecutores, pero tal vez sería prioritario utilizar ese mismo derecho en dejar claro para siempre quiénes y cómo emplearon el poder en destruir a sus semejantes.
España va aquí camino de ser una excepción en Europa. Los franceses se han acostumbrado a admitir que el resistente Mitterrand tuvo una inclinación ultraderechista que no desapareció con el acceso a la presidencia, o a reconocer la brutal gestión de las guerras de Indochina y de Argelia. En la siempre denostada Italia ha sido posible realizar filmes como Il caimano, de Nanni Moretti, destripando a Berlusconi, y sobre todo Il divo, "el divino", de Sorrentino, con un despiadado retrato de un gobernante aún vivo como Andreotti, comprometido con la Mafia y con asesinatos políticos. En el libro de Angelo del Bocca, Italiani brava gente?, son expuestos los crímenes contra la humanidad cometidos por Italia en Etiopía o en Eslovenia, con nombres de militares genocidas (Badoglio) y de simples soldados depredadores, siguiendo instrucciones del gran miserable que fue el Duce. Y su nieta Alessandra, y los nietos de los demás asesinos, deben soportarlo. Así se explica el viraje de Giancarlo Fini, desde la militancia negra a la condena del fascismo y del holocausto.
No se trata de satanizar, sino de ponderar los juicios. En estos días conmemoramos el 70 aniversario de la defenestración del estudiante Enrique Ruano, joven militante del Felipe sometido tras el crimen a una campaña de difamación con Fraga Iribarne como ministro de Información. También lo era cuando tuvo lugar el asesinato judicial de Julián Grimau. Fue luego positivo para la democracia, pero los homenajes a las víctimas no bastan para cancelar responsabilidades. La condena retrospectiva de los verdugos, siquiera simbólica, constituye un acto inexcusable de justicia.
La condena retrospectiva de los verdugos, siquiera simbólica, constituye un acto inexcusable de justicia
Antonio Elorza (El País, 24-01-2009)
ANTONIO ELORZA 24/01/2009
En sus últimas intervenciones, amén de valorar negativamente la iniciativa del juez Garzón, Santiago Carrillo viene insistiendo en dos ideas. Una, el derecho de los descendientes de las víctimas de la guerra a dar sepultura a los asesinados que acabaron en fosas comunes. Lógico. Otra, que no debe insistirse en la búsqueda de la identidad de los verdugos, porque ese estigma recaería sobre sus descendientes, que ninguna culpa tienen de contar con un asesino como antepasado.
Semejante idea sería sostenible de no existir los descendientes de las víctimas, a quienes tal vez no les consuele ver cómo el ejecutor de su abuelo, caso de bastantes generales franquistas, sigue siendo recordado en calidad de patriota insigne. Y de no existir una sociedad a la cual se le debe el respeto de contarle la verdad. Sin advertirlo, Carrillo se desliza así hacia el campo de los verdugos, pues según su planteamiento al de las víctimas sólo les toca una sepultura digna y respetar el olvido impuesto nada menos que para no herir a los herederos de este o aquel criminal político. Seguramente no tiene en cuenta los ejemplos, cada vez más frecuentes, de hijos o nietos de nazis preocupados, no por esconder los actos de barbarie de sus antepasados, sino por encontrar a los supervivientes de un lager y compartir su dolor. Puede hablarse de un deber moral para los sucesores del criminal político si se sienten llamados a la acción: superar el vínculo de la sangre y optar por la justicia. Es lo que mostraba el filme de Costa-Gavras, La caja de música, cuya visión sería útil para Carrillo antes de seguir opinando sobre el tema.
En un inteligente artículo aquí publicado hace semanas, José María Ridao consideraba incompatible la creencia en la consolidación de la democracia en España, lo cual permitiría afrontar sin reservas el tema de la memoria histórica, con la estimación de que sin atender a la misma, la democracia no estará completa. "O una cosa o la otra", nos dice. Tropezamos de este modo con un falso dilema, ya que el hecho de que la democracia se encuentre consolidada, no significa que hayan sido resueltas cuestiones básicas, por ejemplo la financiación y la articulación de las comunidades autónomas, sin lo cual evidentemente el régimen democrático dista de estar "completo". Sólo que las instituciones no peligran porque tales obstáculos sean reconocidos. Otro tanto sucede con la memoria histórica relativa a la guerra civil y al franquismo. Hubo forzosas cortinas de humo para hacer posible una transición en que instituciones franquistas como el ejército seguían monopolizando la fuerza. Pero ahora, ¿qué sentido tiene erigir una muralla de impunidad retrospectiva? Bien está tratar conforme a derecho a figuras tan relevantes como Hitler, Mussolini o Franco, y a sus seguidores y ejecutores, pero tal vez sería prioritario utilizar ese mismo derecho en dejar claro para siempre quiénes y cómo emplearon el poder en destruir a sus semejantes.
España va aquí camino de ser una excepción en Europa. Los franceses se han acostumbrado a admitir que el resistente Mitterrand tuvo una inclinación ultraderechista que no desapareció con el acceso a la presidencia, o a reconocer la brutal gestión de las guerras de Indochina y de Argelia. En la siempre denostada Italia ha sido posible realizar filmes como Il caimano, de Nanni Moretti, destripando a Berlusconi, y sobre todo Il divo, "el divino", de Sorrentino, con un despiadado retrato de un gobernante aún vivo como Andreotti, comprometido con la Mafia y con asesinatos políticos. En el libro de Angelo del Bocca, Italiani brava gente?, son expuestos los crímenes contra la humanidad cometidos por Italia en Etiopía o en Eslovenia, con nombres de militares genocidas (Badoglio) y de simples soldados depredadores, siguiendo instrucciones del gran miserable que fue el Duce. Y su nieta Alessandra, y los nietos de los demás asesinos, deben soportarlo. Así se explica el viraje de Giancarlo Fini, desde la militancia negra a la condena del fascismo y del holocausto.
No se trata de satanizar, sino de ponderar los juicios. En estos días conmemoramos el 70 aniversario de la defenestración del estudiante Enrique Ruano, joven militante del Felipe sometido tras el crimen a una campaña de difamación con Fraga Iribarne como ministro de Información. También lo era cuando tuvo lugar el asesinato judicial de Julián Grimau. Fue luego positivo para la democracia, pero los homenajes a las víctimas no bastan para cancelar responsabilidades. La condena retrospectiva de los verdugos, siquiera simbólica, constituye un acto inexcusable de justicia.
Etiquetas: ley de memoria historica, reivindicación, Santiago Carrillo, victimas y verdugos
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio