La Brigada Lincoln: los héroes ocultos de América
Anna Grau. Fronterad /Rebelión, - 5 Junio 2011 En su día el FBI les etiquetó de “antifascistas prematuros”
Decenas de historias personales duermen en los archivos de la Brigada Lincoln que se guardan en la Biblioteca Tamiment de la Universidad de Nueva York. Pero es un triángulo de las Bermudas de la desmemoria. Para muchos estadounidenses de la calle los “lincolns” no existen. O solo existen como súcubos de un inframundo comunista irreal, contra los que quizás se cometió algún atropello histórico, pero a saber qué habrían hecho si les hubieran dejado. En su día el FBI les etiquetó de “antifascistas prematuros”, chocante baldón que con muy contadas excepciones inhabilitaba para obtener ningún puesto militar de rango en la Segunda Guerra Mundial, o ni siquiera para servir en ella. No se entiende la tenaz resistencia que, vistos desde fuera y sin prejuicios, encarnan la quintaesencia más mítica de lo americano. La vocación de salvar el mundo
Bill Bailey tenía 24 años el día de verano de 1935 en que subió a bordo del Bremen, un barco alemán anclado en el puerto de Nueva York. Con su larga y apuesta humanidad disfrazada de esmoquin parecía de buena familia de Manhattan o por lo menos el rey del mundo, en lugar del hijo de sufridísimos inmigrantes irlandeses, marino mercante y comunista heterodoxo que era. Había estado a punto de darse de baja del partido porque él nunca aguantó el ordeno y mando de nadie, pero un viaje como marino a la Italia de Mussolini le hizo desistir en el último minuto de romper el carnet. Entre una cosa y otra Bill Bailey estaba absolutamente decidido a cumplir una misión, y esta misión era arrancar la bandera con la esvástica que ondeaba en lo alto del mástil del Bremen. Así lo hizo. La insignia nazi se fue gloriosamente de cabeza al río Hudson. Aunque luego, volver a bajar del mástil, no fuera lo que se dice un camino de rosas. Hubo que pelear primero con la tripulación alemana y luego con la policía americana y pasar cierto tiempo en el calabozo.
Dos años después Bill Bailey se encontraba en España. Se había alistado en las Brigadas Internacionales junto con otros 2.799 voluntarios norteamericanos que combatieron contra Franco y en defensa de la República. Él luchó durante dieciocho meses en el cada vez más diezmado batallón que por una lógica más propagandística que militar acabaría llamándose la Brigada Abraham Lincoln. En Belchite, Bailey logró arrebatar una bandera franquista al enemigo. Orgulloso la firmó y la mandó de recuerdo al sindicato de los marinos en San Francisco.
Al volver de España, Bill Bailey retomó sus actividades sindicales. Llegó a ser una leyenda viva para la marinería norteamericana por acciones tales como enfrentarse a las autoridades que, en plena Segunda Guerra Mundial, querían denegarle el permiso para volver a embarcar —es decir, que condenaban a morirse de hambre— a un marino japonés-americano, nacido en Hawaii (como Obama), porque tenía “antecedentes criminales”. Tales antecedentes consistían en haber robado de niño la bicicleta de un vecino (sus padres eran demasiado pobres para comprarle una), bicicleta que devolvió tras darse una ansiada vuelta en ella.
Bailey embistió como un toro al tribunal: les desafió a fusilar sin más dilación al marino hawaiano-nipón si de verdad tenían pruebas de que era un agente antiamericano al servicio de Tokio. Pero, de no tener esas pruebas, les conminó ferozmente a restituirle intactos todos sus derechos. Él, Bailey, se hacía personalmente responsable de sus acciones. En esta ocasión los inquisidores se amedrentaron y retrocedieron.
En 1988, Bill Bailey regresó a España a cumplir un encargo delicado: llevar a Belchite las cenizas de otro Lincoln, su gran amigo y compañero de trinchera Bill McCarthy. Curioso apellido, es cierto, para alguien que en el fondo de su corazón nunca tuvo muy claro si quería ser comunista o cura. Mientras se lo pensaba, McCarthy se encontró haciendo la guerra y comprobando hasta qué punto la realidad desafía al idealismo: “Llegué a España lleno de verdadero fervor revolucionario. Iba a parar el fascismo. Pero en nada estaba agarrando a mi mejor amigo, quien tenía una bala en el estómago. Traté de rezar un avemaría pero no logré acordarme. Simplemente estaba allí, tratando de mantener las tripas de mi amigo dentro de su cuerpo”.
“Tantos muchachos extraordinarios murieron allí. Me habría gustado ser uno de ellos”, le susurró con una pena indecible Bill McCarthy a Bill Bailey en el hospital de California donde se moría. Y Bill Bailey le contestó a Bill McCarthy: “Conseguimos marcar la diferencia, amigo. Acuérdate de España”. Tanto se acordaba McCarthy que le pidió a su amigo que, una vez muerto, le llevara de vuelta allí. Que le devolviera a la tierra que hace inmortales a los que pelearon por ella, según escribiría Ernest Hemingway en el segundo aniversario de la batalla del Jarama: “Porque nuestros muertos forman ahora parte de la tierra de España y la tierra de España no puede morir nunca. Cada invierno parece que muere pero cada primavera renace. Y con ella nuestros muertos vivirán para siempre”.
Llovía y hacía frío el 25 de abril de 1988, un día poco propicio para pasear por el Belchite fantasma que la guerra dejó tras de sí. A Bill Bailey se le ocurrió que podía haber esparcido las cenizas de su amigo al aire, dejar “que fueran la lluvia y el viento las que las mezclaran con la tierra de España”; pero en seguida rechazó la idea. Decidió que Bill McCarthy se merecía una morada de descanso permanente más elaborada. Entonces se puso a escarbar con sus grandes manos de marino la postrera trinchera para el camarada caído. Con dos palos recogidos en el suelo armó una pequeña cruz. De ella colgó una etiqueta plastificada con el nombre de McCarthy y su identificación como voluntario de la Brigada Lincoln. Y musitó: “No más promesas, Bill; no más promesas”.
Bill Bailey murió en 1995 también en California, donde pasó sus últimos años viviendo solo en un cobertizo de los que las autoridades habían construido para las víctimas de los terremotos. Nunca salió de pobre. Ni olvidó el hambre que llegó a pasar en plena caza de brujas en Estados Unidos, cuando muchos que como él habían combatido en España se vieron abocados al paro forzoso —ya se ocupaba el FBI de que nadie les quisiera dar trabajo—, cuando no a la persecución política directa. Y eso que Bailey acabó siguiendo su primer impulso y saliéndose definitiva e irreversiblemente del Partido Comunista norteamericano en 1956, cuando trascendieron las atrocidades de Stalin.
En su último viaje a España en los años ochenta a Bill Bailey le pidieron aparecer en un documental sobre la guerra. Aceptó encantado, para encontrarse con un problema absurdo: él quería que le filmaran en la cota 666 de la Sierra de Pandols, en su día defendida heroicamente por las Brigadas Internacionales, llevando una bandera republicana en la mano. Pero, ¿dónde encontrar una bandera republicana en la España de los 80? Ahí te quiero ver. En el equipo de producción del documental no tenían ni idea y esto sumió a Bill Bailey en una honda melancolía. Hasta que se le ocurrió asomarse por la ventana de la habitación de su hotel y quedó boquiabierto. Era Primero de Mayo. Bañaba las calles de Madrid un río de banderas rojas. Y entre ellas, como un salto mortal del corazón, divisó el inolvidable destello rojigualdo y púrpura. Una chica muy joven, casi una adolescente, lo hacía ondear.
Bill Bailey bajó a la calle como un rayo. Se arrojó a la manifestación. Luchó a brazo partido por no perder a la chica de la bandera republicana entre la multitud. Parecía tan pequeña y tan frágil. Bill se abría camino como en los buenos tiempos del Bremen, con el cuerpo unas cuantas décadas más gastado, pero con el alma igual de terca. Alcanzó a la chica. Trató de explicarle para qué necesitaba aquella bandera. Pero la chica no se la quería dar. No le conocía de nada y además no entendía ni torta de lo que aquel extranjero alto y largo, de ojos extravagantemente azules y nariz de patata irlandesa, peroraba a pleno pulmón.
Por aquello de la caballerosidad española (¿te está molestando este viejo, guapa?) intervino un chico. Resulto que este sí hablaba inglés. Bill Bailey redobló sus esfuerzos comunicativos para darse de bruces con otro cuello de botella: el chico pillaba las palabras, pero no el tema. No había oído hablar en su vida ni de la Sierra Pandols ni de las Brigadas Internacionales. ¿En serio? ¿No sabéis quiénes fuimos ni lo que hicimos?, preguntó Bailey, sobrecogido de incredulidad y de espanto.
Hasta que cayó, vamos a suponer que del cielo, una señora algo más mayor que aunaba un cierto don de lenguas con ciertos conocimientos de Historia. Esta mujer por fin comprendió lo que Bailey se esforzaba por explicar y se le contó a la chica. Y ésta, dominando por fin el miedo —no todas las ignorancias son atrevidas— dio primero un pasito, luego otro, dudó todavía un poco más y por fin soltó la bandera republicana. Bill Bailey la cogió y lloró como un niño.
Alvah Bessie, un intelectual en el barro
No todo el mundo tiene presente que muchos exbrigadistas internacionales le retiraron el saludo y hasta la consideración de ser humano a Ernest Hemingway después de que escribiera Por quién doblan las campanas. Y es que la que para muchos ha quedado como la gran epopeya de los lincolns en España fue recibida por algunos de ellos como un insulto. Eso se debe a que la novela ataca al alto mando comunista y a los comisarios políticos de las Brigadas Internacionales, denunciando los abusos de autoridad y de poder de los que también hablaría George Orwell en su Homenaje a Cataluña, pero que pocos brigadistas conocieron de primera mano. Aunque sobre todo influyó el tipo de brigadista elegido por Hemingway para protagonizar su historia.
La mayoría de los lincolns era gente socialmente muy sencilla. La brigada americana se nutrió sobre todo de hijos de inmigrantes castigados por la dureza de la Gran Depresión, obreros rasos, gente del pueblo llano en el sentido más literal. Muchos no habían viajado nunca al extranjero hasta que se embarcaron para la guerra. Hubo quien mandó a casa fotos de una “fabulosa piscina” que no era otra cosa que la fuente de la plaza de España de Barcelona. En la práctica pocos lincolns se reconocían en Robert Jordan, el héroe hemingwayano que en la película interpreta Gary Cooper, y que es un profesor universitario de buena familia republicana. Un rebelde bien educado.
Aunque por supuesto había excepciones. Alvah Bessie —curiosamente uno de los que más se enfadarían con Hemingway— era una. Formado en la selecta Universidad de Columbia, precoz traductor al inglés de poesía de vanguardia francesa, novelista, periodista y guionista (llegó a ser candidato a un Oscar por Objetivo Birmania), su comunismo era una construcción mental, un lujo del espíritu, que Bessie trató de convertir en acción directa alistándose en las Brigadas Internacionales.
De aquella experiencia quedó un testimonio autobiográfico, Men in Battle, menos famoso que la novela de Hemingway, pero que en más de una ocasión la supera en valor literario, en intensidad de la experiencia del autor y en el impactante contraste entre la sofisticación de su mente y la crudeza de lo que le rodea. Es la experiencia de un intelectual que se ha tirado al barro.
En sus escritos y crónicas (trabajó en la prensa interna oficial de las brigadas), Bessie se revela como un narrador extraordinario. Por ejemplo cuando describe el conmovedor heroísmo de los lincolns, utilizados una y otra vez como inexperta carne de cañón a la que le tocaban todas las misiones y todas las resistencias suicidas. La eficacia de su pluma se desploma en cambio cuando trata de explicar la otra cara de la moneda (las cobardías que también hubo, el descorazonador goteo de deserciones…) recurriendo antes a lo político que a lo humano. Cuando trata de cuadrar la realidad y sus paradojas a martillazos ideológicos.
Este tipo de autolimitación mental lastró el despegue literario de Alvah Bessie después de la guerra, aunque no tanto como la persecución de que fue objeto por parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Ellos iban a por él y él les salió al encuentro como quien se estrella contra un muro. Fue uno de los famosos Diez de Hollywood represaliados, en su caso hasta el punto de pasar diez meses en la cárcel y de no volver a trabajar jamás en el cine. Al salir de prisión tuvo que ganarse la vida llevando las luces y el sonido de un club nocturno de San Francisco. En 1965 escribió un libro sobre la inquisición padecida y en 1975 otro basado en un viaje de madurez a España, titulado Spain again. Murió en 1985 en California.
John Leopold Simon, con el FBI en los talones
Para muchos brigadistas el tiempo que pasaron en España fue el más interesante de su vida. Pero a nosotros a veces nos puede atraer más lo que les ocurrió antes y después. Es por ejemplo el caso de John Leopold Simon, alias William Alexander —era frecuente que los lincolns se alistaran con nombres falsos; conviene no olvidar que en los pasaportes americanos de la época ponía “no válido para viajar a España”—, cuyo caso constituye un retrato robot de los métodos del FBI para espiar a los ciudadanos de su país que se salen por la tangente de la época.
El FBI abre su primera ficha sobre John Leopold Simon en fecha tan temprana como el 11 de febrero de 1937. El número de su expediente es el 62-1236 AG y lleva el elocuente epígrafe de “actividades antifascistas”. Dice el expediente que el 5 de febrero de este año determinado abogado de Philadelphia (al que no se identifica) informa que una de sus clientas le ha llamado para decirle que su hijo John Leopold ha salido de casa a las siete y media de la mañana, primero con la excusa de ir a una entrevista de trabajo a Nueva York, finalmente admitiendo que en realidad partía para España en calidad de médico de campaña. Del joven se sabe que tiene 24 años, que está estudiando tercer curso de Medicina en Jefferson College y que nunca hasta ahora había “dado problemas”, aún teniendo una inequívoca “inclinación radical”. La madre y su abogado querían saber si era posible hacer alguna gestión que impidiera a John Leopold salir de Estados Unidos.
Anna Grau. Fronterad /Rebelión, - 5 Junio 2011 En su día el FBI les etiquetó de “antifascistas prematuros”
Decenas de historias personales duermen en los archivos de la Brigada Lincoln que se guardan en la Biblioteca Tamiment de la Universidad de Nueva York. Pero es un triángulo de las Bermudas de la desmemoria. Para muchos estadounidenses de la calle los “lincolns” no existen. O solo existen como súcubos de un inframundo comunista irreal, contra los que quizás se cometió algún atropello histórico, pero a saber qué habrían hecho si les hubieran dejado. En su día el FBI les etiquetó de “antifascistas prematuros”, chocante baldón que con muy contadas excepciones inhabilitaba para obtener ningún puesto militar de rango en la Segunda Guerra Mundial, o ni siquiera para servir en ella. No se entiende la tenaz resistencia que, vistos desde fuera y sin prejuicios, encarnan la quintaesencia más mítica de lo americano. La vocación de salvar el mundo
Bill Bailey tenía 24 años el día de verano de 1935 en que subió a bordo del Bremen, un barco alemán anclado en el puerto de Nueva York. Con su larga y apuesta humanidad disfrazada de esmoquin parecía de buena familia de Manhattan o por lo menos el rey del mundo, en lugar del hijo de sufridísimos inmigrantes irlandeses, marino mercante y comunista heterodoxo que era. Había estado a punto de darse de baja del partido porque él nunca aguantó el ordeno y mando de nadie, pero un viaje como marino a la Italia de Mussolini le hizo desistir en el último minuto de romper el carnet. Entre una cosa y otra Bill Bailey estaba absolutamente decidido a cumplir una misión, y esta misión era arrancar la bandera con la esvástica que ondeaba en lo alto del mástil del Bremen. Así lo hizo. La insignia nazi se fue gloriosamente de cabeza al río Hudson. Aunque luego, volver a bajar del mástil, no fuera lo que se dice un camino de rosas. Hubo que pelear primero con la tripulación alemana y luego con la policía americana y pasar cierto tiempo en el calabozo.
Dos años después Bill Bailey se encontraba en España. Se había alistado en las Brigadas Internacionales junto con otros 2.799 voluntarios norteamericanos que combatieron contra Franco y en defensa de la República. Él luchó durante dieciocho meses en el cada vez más diezmado batallón que por una lógica más propagandística que militar acabaría llamándose la Brigada Abraham Lincoln. En Belchite, Bailey logró arrebatar una bandera franquista al enemigo. Orgulloso la firmó y la mandó de recuerdo al sindicato de los marinos en San Francisco.
Al volver de España, Bill Bailey retomó sus actividades sindicales. Llegó a ser una leyenda viva para la marinería norteamericana por acciones tales como enfrentarse a las autoridades que, en plena Segunda Guerra Mundial, querían denegarle el permiso para volver a embarcar —es decir, que condenaban a morirse de hambre— a un marino japonés-americano, nacido en Hawaii (como Obama), porque tenía “antecedentes criminales”. Tales antecedentes consistían en haber robado de niño la bicicleta de un vecino (sus padres eran demasiado pobres para comprarle una), bicicleta que devolvió tras darse una ansiada vuelta en ella.
Bailey embistió como un toro al tribunal: les desafió a fusilar sin más dilación al marino hawaiano-nipón si de verdad tenían pruebas de que era un agente antiamericano al servicio de Tokio. Pero, de no tener esas pruebas, les conminó ferozmente a restituirle intactos todos sus derechos. Él, Bailey, se hacía personalmente responsable de sus acciones. En esta ocasión los inquisidores se amedrentaron y retrocedieron.
En 1988, Bill Bailey regresó a España a cumplir un encargo delicado: llevar a Belchite las cenizas de otro Lincoln, su gran amigo y compañero de trinchera Bill McCarthy. Curioso apellido, es cierto, para alguien que en el fondo de su corazón nunca tuvo muy claro si quería ser comunista o cura. Mientras se lo pensaba, McCarthy se encontró haciendo la guerra y comprobando hasta qué punto la realidad desafía al idealismo: “Llegué a España lleno de verdadero fervor revolucionario. Iba a parar el fascismo. Pero en nada estaba agarrando a mi mejor amigo, quien tenía una bala en el estómago. Traté de rezar un avemaría pero no logré acordarme. Simplemente estaba allí, tratando de mantener las tripas de mi amigo dentro de su cuerpo”.
“Tantos muchachos extraordinarios murieron allí. Me habría gustado ser uno de ellos”, le susurró con una pena indecible Bill McCarthy a Bill Bailey en el hospital de California donde se moría. Y Bill Bailey le contestó a Bill McCarthy: “Conseguimos marcar la diferencia, amigo. Acuérdate de España”. Tanto se acordaba McCarthy que le pidió a su amigo que, una vez muerto, le llevara de vuelta allí. Que le devolviera a la tierra que hace inmortales a los que pelearon por ella, según escribiría Ernest Hemingway en el segundo aniversario de la batalla del Jarama: “Porque nuestros muertos forman ahora parte de la tierra de España y la tierra de España no puede morir nunca. Cada invierno parece que muere pero cada primavera renace. Y con ella nuestros muertos vivirán para siempre”.
Llovía y hacía frío el 25 de abril de 1988, un día poco propicio para pasear por el Belchite fantasma que la guerra dejó tras de sí. A Bill Bailey se le ocurrió que podía haber esparcido las cenizas de su amigo al aire, dejar “que fueran la lluvia y el viento las que las mezclaran con la tierra de España”; pero en seguida rechazó la idea. Decidió que Bill McCarthy se merecía una morada de descanso permanente más elaborada. Entonces se puso a escarbar con sus grandes manos de marino la postrera trinchera para el camarada caído. Con dos palos recogidos en el suelo armó una pequeña cruz. De ella colgó una etiqueta plastificada con el nombre de McCarthy y su identificación como voluntario de la Brigada Lincoln. Y musitó: “No más promesas, Bill; no más promesas”.
Bill Bailey murió en 1995 también en California, donde pasó sus últimos años viviendo solo en un cobertizo de los que las autoridades habían construido para las víctimas de los terremotos. Nunca salió de pobre. Ni olvidó el hambre que llegó a pasar en plena caza de brujas en Estados Unidos, cuando muchos que como él habían combatido en España se vieron abocados al paro forzoso —ya se ocupaba el FBI de que nadie les quisiera dar trabajo—, cuando no a la persecución política directa. Y eso que Bailey acabó siguiendo su primer impulso y saliéndose definitiva e irreversiblemente del Partido Comunista norteamericano en 1956, cuando trascendieron las atrocidades de Stalin.
En su último viaje a España en los años ochenta a Bill Bailey le pidieron aparecer en un documental sobre la guerra. Aceptó encantado, para encontrarse con un problema absurdo: él quería que le filmaran en la cota 666 de la Sierra de Pandols, en su día defendida heroicamente por las Brigadas Internacionales, llevando una bandera republicana en la mano. Pero, ¿dónde encontrar una bandera republicana en la España de los 80? Ahí te quiero ver. En el equipo de producción del documental no tenían ni idea y esto sumió a Bill Bailey en una honda melancolía. Hasta que se le ocurrió asomarse por la ventana de la habitación de su hotel y quedó boquiabierto. Era Primero de Mayo. Bañaba las calles de Madrid un río de banderas rojas. Y entre ellas, como un salto mortal del corazón, divisó el inolvidable destello rojigualdo y púrpura. Una chica muy joven, casi una adolescente, lo hacía ondear.
Bill Bailey bajó a la calle como un rayo. Se arrojó a la manifestación. Luchó a brazo partido por no perder a la chica de la bandera republicana entre la multitud. Parecía tan pequeña y tan frágil. Bill se abría camino como en los buenos tiempos del Bremen, con el cuerpo unas cuantas décadas más gastado, pero con el alma igual de terca. Alcanzó a la chica. Trató de explicarle para qué necesitaba aquella bandera. Pero la chica no se la quería dar. No le conocía de nada y además no entendía ni torta de lo que aquel extranjero alto y largo, de ojos extravagantemente azules y nariz de patata irlandesa, peroraba a pleno pulmón.
Por aquello de la caballerosidad española (¿te está molestando este viejo, guapa?) intervino un chico. Resulto que este sí hablaba inglés. Bill Bailey redobló sus esfuerzos comunicativos para darse de bruces con otro cuello de botella: el chico pillaba las palabras, pero no el tema. No había oído hablar en su vida ni de la Sierra Pandols ni de las Brigadas Internacionales. ¿En serio? ¿No sabéis quiénes fuimos ni lo que hicimos?, preguntó Bailey, sobrecogido de incredulidad y de espanto.
Hasta que cayó, vamos a suponer que del cielo, una señora algo más mayor que aunaba un cierto don de lenguas con ciertos conocimientos de Historia. Esta mujer por fin comprendió lo que Bailey se esforzaba por explicar y se le contó a la chica. Y ésta, dominando por fin el miedo —no todas las ignorancias son atrevidas— dio primero un pasito, luego otro, dudó todavía un poco más y por fin soltó la bandera republicana. Bill Bailey la cogió y lloró como un niño.
Alvah Bessie, un intelectual en el barro
No todo el mundo tiene presente que muchos exbrigadistas internacionales le retiraron el saludo y hasta la consideración de ser humano a Ernest Hemingway después de que escribiera Por quién doblan las campanas. Y es que la que para muchos ha quedado como la gran epopeya de los lincolns en España fue recibida por algunos de ellos como un insulto. Eso se debe a que la novela ataca al alto mando comunista y a los comisarios políticos de las Brigadas Internacionales, denunciando los abusos de autoridad y de poder de los que también hablaría George Orwell en su Homenaje a Cataluña, pero que pocos brigadistas conocieron de primera mano. Aunque sobre todo influyó el tipo de brigadista elegido por Hemingway para protagonizar su historia.
La mayoría de los lincolns era gente socialmente muy sencilla. La brigada americana se nutrió sobre todo de hijos de inmigrantes castigados por la dureza de la Gran Depresión, obreros rasos, gente del pueblo llano en el sentido más literal. Muchos no habían viajado nunca al extranjero hasta que se embarcaron para la guerra. Hubo quien mandó a casa fotos de una “fabulosa piscina” que no era otra cosa que la fuente de la plaza de España de Barcelona. En la práctica pocos lincolns se reconocían en Robert Jordan, el héroe hemingwayano que en la película interpreta Gary Cooper, y que es un profesor universitario de buena familia republicana. Un rebelde bien educado.
Aunque por supuesto había excepciones. Alvah Bessie —curiosamente uno de los que más se enfadarían con Hemingway— era una. Formado en la selecta Universidad de Columbia, precoz traductor al inglés de poesía de vanguardia francesa, novelista, periodista y guionista (llegó a ser candidato a un Oscar por Objetivo Birmania), su comunismo era una construcción mental, un lujo del espíritu, que Bessie trató de convertir en acción directa alistándose en las Brigadas Internacionales.
De aquella experiencia quedó un testimonio autobiográfico, Men in Battle, menos famoso que la novela de Hemingway, pero que en más de una ocasión la supera en valor literario, en intensidad de la experiencia del autor y en el impactante contraste entre la sofisticación de su mente y la crudeza de lo que le rodea. Es la experiencia de un intelectual que se ha tirado al barro.
En sus escritos y crónicas (trabajó en la prensa interna oficial de las brigadas), Bessie se revela como un narrador extraordinario. Por ejemplo cuando describe el conmovedor heroísmo de los lincolns, utilizados una y otra vez como inexperta carne de cañón a la que le tocaban todas las misiones y todas las resistencias suicidas. La eficacia de su pluma se desploma en cambio cuando trata de explicar la otra cara de la moneda (las cobardías que también hubo, el descorazonador goteo de deserciones…) recurriendo antes a lo político que a lo humano. Cuando trata de cuadrar la realidad y sus paradojas a martillazos ideológicos.
Este tipo de autolimitación mental lastró el despegue literario de Alvah Bessie después de la guerra, aunque no tanto como la persecución de que fue objeto por parte del Comité de Actividades Antiamericanas. Ellos iban a por él y él les salió al encuentro como quien se estrella contra un muro. Fue uno de los famosos Diez de Hollywood represaliados, en su caso hasta el punto de pasar diez meses en la cárcel y de no volver a trabajar jamás en el cine. Al salir de prisión tuvo que ganarse la vida llevando las luces y el sonido de un club nocturno de San Francisco. En 1965 escribió un libro sobre la inquisición padecida y en 1975 otro basado en un viaje de madurez a España, titulado Spain again. Murió en 1985 en California.
John Leopold Simon, con el FBI en los talones
Para muchos brigadistas el tiempo que pasaron en España fue el más interesante de su vida. Pero a nosotros a veces nos puede atraer más lo que les ocurrió antes y después. Es por ejemplo el caso de John Leopold Simon, alias William Alexander —era frecuente que los lincolns se alistaran con nombres falsos; conviene no olvidar que en los pasaportes americanos de la época ponía “no válido para viajar a España”—, cuyo caso constituye un retrato robot de los métodos del FBI para espiar a los ciudadanos de su país que se salen por la tangente de la época.
El FBI abre su primera ficha sobre John Leopold Simon en fecha tan temprana como el 11 de febrero de 1937. El número de su expediente es el 62-1236 AG y lleva el elocuente epígrafe de “actividades antifascistas”. Dice el expediente que el 5 de febrero de este año determinado abogado de Philadelphia (al que no se identifica) informa que una de sus clientas le ha llamado para decirle que su hijo John Leopold ha salido de casa a las siete y media de la mañana, primero con la excusa de ir a una entrevista de trabajo a Nueva York, finalmente admitiendo que en realidad partía para España en calidad de médico de campaña. Del joven se sabe que tiene 24 años, que está estudiando tercer curso de Medicina en Jefferson College y que nunca hasta ahora había “dado problemas”, aún teniendo una inequívoca “inclinación radical”. La madre y su abogado querían saber si era posible hacer alguna gestión que impidiera a John Leopold salir de Estados Unidos.
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